Una tarde de junio, del año 1992, llegó un documento a mi oficina que me iba a cambiar la vida: había sido seleccionada para formar parte del grupo de funcionarios que, desde el Ministerio del Interior, acudiría a Barcelona durante varios meses para formar parte del equipo logístico de lo que entonces era considerado el acontecimiento del Siglo: Las Olimpiadas.......
Tan alterada como nerviosa, hice las maletas y a las pocas semanas más tarde, llegué a Montjuic.
La ciudad parecía sacada de un sueño, todo se aliaba para mostrar su belleza; el sol brillaba como nunca, las calles -vacías de coches, por cuestiones de seguridad- convertían Barcelona en un inmenso lugar de paseo por el que adorabas moverte. Y miles de personas venidas de todo el mundo, disfrutaban de la ciudad, del deporte y de la gente que día tras día se levantaba con la sonrisa de los días de fiesta.
Podíamos con todo lo que se nos echara encima: agotadoras jornadas de trabajo, horas infinitas bajo el sol, noches de fiesta y momentos de playa... todo estaba bien, porque todos estábamos encantados.
Entonces supe que una parte de mi corazón se había quedado en aquellas tierras: entre gente que nos había recibido con los brazos abiertos, y que nos despidió con lágrimas en los ojos.
Desde luego, hay muchos lugares en los que me siento cómoda, bien recibida y extremadamente a gusto....... pero por alguna razón, cada vez que vuelvo aquí, a mi rincón, tengo la sensación de que regreso a casa.
A pesar de que en él he sido tan feliz como desdichada, y que ya nunca podré volver atrás en el tiempo, ni en las vivencias...